El santo Job
Una reflexión sobre la paciencia, el dolor y el sentido que construimos ante la adversidad.

Hace ya ocho años, cuando abrí este blog, describí una sensación extendida: un vacío de sentido que atravesaba lo social y hacía difícil levantar proyectos en común. Señalaba una cultura del hiperconsumo de valores hedonistas y un entramado político y legislativo que, lejos de ordenar, confundía y desorientaba.
A partir de ahí me pregunté cómo podían sostenerse funciones familiares que ayudaran al crecimiento psíquico en medio de esa confusión. Cómo priorizar el pensamiento, la creatividad, la autonomía, la salud y la libertad dentro de familias que también están inmersas en la lógica del ruido y la prisa.
Este espacio nació con la intención de sumar elementos a esa reflexión, con la esperanza —bien humilde, pero insistente— de contribuir a una mayor salud individual, familiar y comunitaria. Porque toda mejora en ese sentido empuja hacia sociedades más justas e igualitarias.
Los años siguientes no han hecho sino reforzar la urgencia de esa pregunta compartida. Estamos acelerados: apenas tiempo para jugar, reír, pensar o compartir. Y no, no hablo de aullar en manada ni de refugiarse en excesos, sino de recuperar lo humano en lo cotidiano.
Cuesta encontrar un “tiempo para pensar”. Nos saturan los estímulos y las imágenes; el lenguaje se empobrece y se expulsan los matices y la ambivalencia, que son la esencia de lo humano. Al mismo tiempo, el mandato de felicidad permanente coloniza la escena: todo ha de ser positivo, visible y fotogénico, sin lugar para el dolor o la crisis.
Conviven el exhibicionismo y el narcisismo con la obsesión por la visibilidad: seguidores, “me gusta”, métricas. El consumo se convierte en brújula, como si hubiéramos renunciado a la dimensión simbólica y espiritual. Todo parece mercancía.
La política, por su parte, va quedando atrapada en un discurso crecientemente simplificador y dirigido por la lógica del mercado. No extraña que el diagnóstico de muchas personas sea de cansancio moral y desmoralización.
Se instala entonces la tentación de rendirse y dejarse llevar, como si el objetivo de la vida fuera reducirse a pequeñas gratificaciones. Pero justo cuando fallan las brújulas y el mapa se vuelve borroso, no es momento de desistir.
Cuando la orientación se pierde, la salida no es el abandono, sino el compromiso: seguir pensando juntos, cuidarnos y sostener prácticas que hagan más habitable lo común.
Se trata de compartir aquello que a cada cual le sirva para construir comunidad: escuelas que enseñan a preguntar, familias que alojan la palabra, instituciones que cuidan y garantizan derechos, espacios de conversación lenta donde el otro no sea un enemigo, sino alguien a comprender.
Frente a la homogeneización, reivindicar la diferencia; frente al ruido, la escucha; frente a la pasividad, el deseo de transformar. En suma: sostener la lucha mansa y persistente por una vida con sentido.
Una y mil veces: es tiempo de seguir soñando.