Detrás de la cortina un cuerpo espera.
(Caballero Bonald)

Es frecuente la reflexión sobre la importancia de la imagen en la sociedad actual. Las redes sociales y especialmente Instagram se nutren de imágenes de personas sonrientes en diversos espacios pretendiendo transmitir una imagen de felicidad plena. De la misma manera que cada vez con mayor frecuencia en cada espacio público se percibe a personas posando para sí mismas en un selfie que pareciera eterno. Múltiples imágenes donde lo más importante es la propia imagen con independencia del fondo, del contexto, e incluso de las personas con las que se esté. Todo con tal de ir creando un “yo ideal” que pueda ser admirado por un otro real o imaginado.

En realidad, este poder de la imagen no es un invento estrictamente actual si atendemos a la reflexión de John Berger cuando ya en 1972 (Modos de ver) equiparaba la función de la fotografía y de la publicidad a la que anteriormente ocupara la pintura al óleo: otorgar cierta imagen a su poseedor al mostrar lo que ostentaba: “(…) la publicidad ha comprendido la tradición de la pintura al óleo mucho mejor que la mayor parte de los historiadores del arte…”

Lo que ocurre en este siglo XXI es que el poder de la imagen se desborda y ya no se espera que nadie haga publicidad de uno mismo porque cada cual crea su propio anuncio y lo actualiza a cada momento.

En esa permanente construcción de un “yo ideal” pueden incluirse no solo actividades, relaciones u objetos de consumo, sino también aspectos que se valoren de los hijos. Aquí el término de Hugo Bleichmar de “objeto de la actividad narcisista” cobra relevancia.

Me llama la atención la valoración que hacen algunas personas de la sexualidad de sus hijos. Progenitores de niños de 3‑6 años dicen no querer condicionar su orientación, e incluso destacan estar “abiertos” a que puedan ser “trans”, dejando traslucir cierto goce ante esta posibilidad como si fuese un signo de valor para ellos.

Como indican Ubieto y Pérez Álvarez (Niñ@s Hiper, 2018), se detecta cierta pasión por etiquetar a la infancia, incluyendo el auge de asociaciones que hablan de niños transexuales reivindicando para ellos los mismos derechos que para los adultos. Comparto la duda de si estas etiquetas precoces benefician a los menores: “Preguntarnos en qué nos ayuda, para su comprensión, fijar precozmente una nominación que puede acabar encorsetando al niño/a”.

Jack Halberstam (Trans*, 2018) alerta sobre la posibilidad de que los niños trans se conviertan en trofeo para algunos progenitores dentro de un activismo parental: la criatura trans* puede pasar de conflictiva a símbolo de flexibilidad familiar.

La sexualidad es un aspecto complejo que se construye partiendo de un cuerpo específico en un universo de deseos e identificaciones dentro de un contexto social y familiar. Lo biopsicosocial y la complejidad inconsciente (el deseo del Otro) cobran protagonismo.

Este proceso precisa un tiempo lógico de evolución: espacios para fantasías y temores, movimientos y ensayos hacia cierta identidad. Un tiempo que no conviene recorrer con premuras ni sendas marcadas por el deseo parental.

O, como diría Federico García Lorca, tanta prisa, ¿para qué?:

¡Tanto vivir! ¿Para qué? El sendero es aburrido y no hay amor bastante. Tanta prisa. ¿Para qué? Para tomar la barca que va a ninguna parte.